COMO CRECER.
A veces tenemos todos quizás la
sensación de que no avanzamos, que más bien retrocedemos, algunos pasamos
incluso la vergüenza porque volvemos al confesionario con pecados que no
podemos superar y que constantemente recaemos en lo mismo. Surge por sí sola la
pregunta ¿Por qué no soy constante en el propósito que le hice al Señor, cuando
rezo el oh Jesús mío: … y me propongo firmemente no volver a pecar? Y la
pregunta esta en que nos falta trabajar en lo que llamamos las virtudes
morales: Templanza, Fortaleza, justicia y prudencia. No vamos a hacer un
estudio de cada una de ellas, pero si vamos a ver lo que dice San Agustín de
Hipona (354-430) Doctor de la Iglesia en 1295 su fiesta la celebramos el 28 de
agosto. Veamos que nos dice de estas virtudes, espero que podamos entenderlo
rectamente y tratar de ponerlas en práctica convenientemente:
“Como
la virtud es el camino que conduce a la verdadera felicidad, su definición no
es otra que un perfecto amor a Dios. Su cuádruple división no expresa más que
varios afectos de un mismo amor, y por eso no dudo en definir estas cuatro
virtudes—que ojalá estén tan arraigadas en los corazones como sus nombres en
las bocas de todos—como distintas funciones del amor. La templanza es el amor
que totalmente se entrega al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo
soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor únicamente esclavo
de su amado y que ejerce, por lo tanto, señorío conforme a la razón;
finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los
medios de defensa contra toda clase de obstáculos.
Este
amor, hemos dicho, no es amor de un objeto cualquiera, sino amor de Dios; es
decir, del Sumo Bien, Suma Sabiduría y Suma Paz. Por esta razón, precisando
algo más las definiciones, se puede decir que la templanza es el amor que se
conserva íntegro e incorruptible para Dios; la fortaleza es el amor que todo lo
sufre sin pena, con la vista fija en Dios; la justicia es el amor que no sirve
más que a Dios, y por esto ejerce señorío, conforme a la razón, sobre todo lo
inferior al hombre; la prudencia, en fin, es el amor que sabe discernir lo que
es útil para ir a Dios de lo que puede alejarle de Él.
TEMPLANZA
(...) Pongamos primero la atención en la templanza, cuyas promesas son la
pureza e incorruptibilidad del amor, que nos une a Dios. Su función es reprimir
y pacificar las pasiones que ansían lo que nos desvía de las leyes de Dios y de
su bondad, o lo que es lo mismo, de la bienaventuranza. Aquí, en efecto, tiene
su asiento la Verdad, cuya contemplación, goce e íntima unión nos hace
dichosos; por el contrario, los que de ella se apartan se ven cogidos en las
redes de los mayores errores y aflicciones. La codicia, dice el Apóstol, es la
raíz de todos los males, y quienes la siguen naufragan en la fe y se hallan
envueltos en grandes aflicciones (1 Tim 6, 10). Este pecado del alma está
figurado en el Antiguo Testamento de una manera bastante clara, para quienes
quieran entender, en la prevaricación del primer hombre en el paraíso (...).
Nos
amonesta Pablo (cfr. Col 3, 9) que nos despojemos del hombre viejo y nos
vistamos del nuevo, y quiere que se entienda por hombre viejo a Adán
prevaricador, y por el nuevo, al Hijo de Dios, que para librarnos de él se
revistió de la naturaleza humana en la encarnación. Dice también el Apóstol el
primer hombre es terrestre, formado de la tierra; el segundo es celestial,
descendido del cielo. Como el primero es terrestre, así son sus hijos; y como
el segundo es celestial, celestiales también sus hijos, como llevamos la imagen
del hombre terrestre, llevemos también la imagen del celestial (1 Cor 15, 47);
esto es despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo. Ésta es la función
de la templanza: despojarnos del hombre viejo y renovarnos en Dios, es decir,
despreciar todos los placeres del cuerpo y las alabanzas humanas, y referir
todo su amor a las cosas invisibles y divinas (...).
FORTALEZA:
Poco tengo que decir sobre la fortaleza. Este amor de que hablamos, que debe
inflamarse en Dios con el ardor de la santidad, se denomina templanza en cuanto
no desea los bienes de este mundo, y fortaleza en cuanto nos despega de ellos.
Pero de todo lo que se posee en esta vida, es el cuerpo lo que más fuertemente
encadena al hombre, según las justísimas leyes de Dios, a causa del antiguo
pecado (...). Este vínculo teme toda clase de sacudidas y molestias, de
trabajos y dolores; sobre todo, su rotura y muerte. Por eso aflige
especialmente al alma el temor de la muerte. El alma se pega al cuerpo por la
fuerza de la costumbre, sin comprender a veces que—si se sirve el bien y con
sabiduría—merecerá un día, sin molestia alguna, por voluntad y ley divinas,
gozar de su resurrección y transformación gloriosas. En cambio, si
comprendiendo esto arde enteramente en amor de Dios, en este caso no sólo no
temerá la muerte, sino que llegará incluso a desearla.
Ahora
bien, resta el combate contra el dolor. Sin embargo, no hay nada tan duro o
fuerte que no sea vencido por el fuego del amor. Por eso, cuando el alma se
entrega a su Dios, vuela libre y generosa sobre todos los tormentos con las
alas hermosísimas y purísimas que le sostienen en su vuelo apresurado al abrazo
castísimo de Dios. ¿Consentirá Dios que en los que aman el oro, la gloria, los
placeres de los sentidos, tenga más fuerza el amor que en los que le aman a Él,
cuando aquello no es ni siquiera amor, sino pasión y codicia desenfrenada? Sin
embargo, si esta pasión nos muestra la fuerza del ímpetu de un alma que—sin
cansancio y a través de los mayores peligros—tiende al objeto de su amor, es
también una prueba que nos enseña cuál debe ser nuestra disposición para
soportarlo todo antes que abandonar a Dios, cuando tanto se sacrifican otros
para desviarse de Él (...).” continuara la próxima semana.
Que
el Señor sea su fuerza y su paz.
Pbro.
Carlos Felipe Lozano Lara.
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