PROMOVER LA PAZ

MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2010
SI QUIERES PROMOVER LA PAZ, PROTEGE LA CREACIÓN
1. Con ocasión del comienzo del Año Nuevo, quisiera dirigir mis más fervientes deseos de paz a
todas las comunidades cristianas, a los responsables de las Naciones, a los hombres y mujeres de
buena voluntad de todo el mundo. El tema que he elegido para esta XLIII Jornada Mundial de la
Paz es: Si quieres promover la paz, protege la creación. El respeto a lo que ha sido creado tiene
gran importancia, puesto que «la creación es el comienzo y el fundamento de todas las obras de
Dios»[1], y su salvaguardia se ha hecho hoy esencial para la convivencia pacífica de la humanidad.
En efecto, aunque es cierto que, a causa de la crueldad del hombre con el hombre, hay muchas
amenazas a la paz y al auténtico desarrollo humano integral —guerras, conflictos internacionales y
regionales, atentados terroristas y violaciones de los derechos humanos—, no son menos
preocupantes los peligros causados por el descuido, e incluso por el abuso que se hace de la tierra y
de los bienes naturales que Dios nos ha dado. Por este motivo, es indispensable que la humanidad
renueve y refuerce «esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor
creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos»[2].
2. En la Encíclica Caritas in veritate he subrayado que el desarrollo humano integral está
estrechamente relacionado con los deberes que se derivan de la relación del hombre con el entorno
natural, considerado como un don de Dios para todos, cuyo uso comporta una responsabilidad
común respecto a toda la humanidad, especialmente a los pobres y a las generaciones futuras. He
señalado, además, que cuando se considera a la naturaleza, y al ser humano en primer lugar,
simplemente como fruto del azar o del determinismo evolutivo, se corre el riesgo de que disminuya
en las personas la conciencia de la responsabilidad[3]. En cambio, valorar la creación como un don
de Dios a la humanidad nos ayuda a comprender la vocación y el valor del hombre. En efecto,
podemos proclamar llenos de asombro con el Salmista: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus
dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser
humano, para darle poder?» (Sal 8,4-5). Contemplar la belleza de la creación es un estímulo para
reconocer el amor del Creador, ese amor que «mueve el sol y las demás estrellas»[4].
3. Hace veinte años, al dedicar el Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz al tema Paz con Dios
creador, paz con toda la creación, el Papa Juan Pablo II llamó la atención sobre la relación que
nosotros, como criaturas de Dios, tenemos con el universo que nos circunda. «En nuestros días
aumenta cada vez más la convicción —escribía— de que la paz mundial está amenazada, también
[...] por la falta del debido respeto a la naturaleza», añadiendo que la conciencia ecológica «no debe
ser obstaculizada, sino más bien favorecida, de manera que se desarrolle y madure encontrando una
adecuada expresión en programas e iniciativas concretas»[5]. También otros Predecesores míos
habían hecho referencia anteriormente a la relación entre el hombre y el medio ambiente. Pablo VI,
por ejemplo, con ocasión del octogésimo aniversario de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII,
en 1971, señaló que «debido a una explotación inconsiderada de la naturaleza, [el hombre] corre el
riesgo de destruirla y de ser a su vez víctima de esta degradación». Y añadió también que, en este
caso, «no sólo el ambiente físico constituye una amenaza permanente: contaminaciones y desechos,
nuevas enfermedades, poder destructor absoluto; es el propio consorcio humano el que el hombre
no domina ya, creando de esta manera para el mañana un ambiente que podría resultarle intolerable.
Problema social de envergadura que incumbe a la familia humana toda entera»[6].
4. Sin entrar en la cuestión de soluciones técnicas específicas, la Iglesia, «experta en humanidad»,
se preocupa de llamar la atención con energía sobre la relación entre el Creador, el ser humano y la
creación. En 1990, Juan Pablo II habló de «crisis ecológica» y, destacando que ésta tiene un carácter
predominantemente ético, hizo notar «la urgente necesidad moral de una nueva solidaridad»[7].
Este llamamiento se hace hoy todavía más apremiante ante las crecientes manifestaciones de una
crisis, que sería irresponsable no tomar en seria consideración. ¿Cómo permanecer indiferentes ante
los problemas que se derivan de fenómenos como el cambio climático, la desertificación, el
deterioro y la pérdida de productividad de amplias zonas agrícolas, la contaminación de los ríos y
de las capas acuíferas, la pérdida de la biodiversidad, el aumento de sucesos naturales extremos, la
deforestación de las áreas ecuatoriales y tropicales? ¿Cómo descuidar el creciente fenómeno de los
llamados «prófugos ambientales», personas que deben abandonar el ambiente en que viven —y con
frecuencia también sus bienes— a causa de su deterioro, para afrontar los peligros y las incógnitas
de un desplazamiento forzado? ¿Cómo no reaccionar ante los conflictos actuales, y ante otros
potenciales, relacionados con el acceso a los recursos naturales? Todas éstas son cuestiones que
tienen una repercusión profunda en el ejercicio de los derechos humanos como, por ejemplo, el
derecho a la vida, a la alimentación, a la salud y al desarrollo.
5. No obstante, se ha de tener en cuenta que no se puede valorar la crisis ecológica separándola de
las cuestiones ligadas a ella, ya que está estrechamente vinculada al concepto mismo de desarrollo y
a la visión del hombre y su relación con sus semejantes y la creación. Por tanto, resulta sensato
hacer una revisión profunda y con visión de futuro del modelo de desarrollo, reflexionando además
sobre el sentido de la economía y su finalidad, para corregir sus disfunciones y distorsiones. Lo
exige el estado de salud ecológica del planeta; lo requiere también, y sobre todo, la crisis cultural y
moral del hombre, cuyos síntomas son patentes desde hace tiempo en todas las partes del mundo.[8]
La humanidad necesita una profunda renovación cultural; necesita redescubrir esos valores que
constituyen el fundamento sólido sobre el cual construir un futuro mejor para todos. Las situaciones
de crisis por las que está actualmente atravesando —ya sean de carácter económico, alimentario,
ambiental o social— son también, en el fondo, crisis morales relacionadas entre sí. Éstas obligan a
replantear el camino común de los hombres. Obligan, en particular, a un modo de vivir
caracterizado por la sobriedad y la solidaridad, con nuevas reglas y formas de compromiso,
apoyándose con confianza y valentía en las experiencias positivas que ya se han realizado y
rechazando con decisión las negativas. Sólo de este modo la crisis actual se convierte en ocasión de
discernimiento y de nuevas proyecciones.
6. ¿Acaso no es cierto que en el origen de lo que, en sentido cósmico, llamamos «naturaleza», hay
«un designio de amor y de verdad»? El mundo «no es producto de una necesidad cualquiera, de un
destino ciego o del azar [...]. Procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a
las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad»[9]. El Libro del Génesis nos remite en sus
primeras páginas al proyecto sapiente del cosmos, fruto del pensamiento de Dios, en cuya cima se
sitúan el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza del Creador para «llenar la tierra» y
«dominarla» como «administradores» de Dios mismo (cf. Gn 1,28). La armonía entre el Creador, la
humanidad y la creación que describe la Sagrada Escritura, se ha roto por el pecado de Adán y Eva,
del hombre y la mujer, que pretendieron ponerse en el lugar de Dios, negándose a reconocerse
criaturas suyas. La consecuencia es que se ha distorsionado también el encargo de «dominar» la
tierra, de «cultivarla y guardarla», y así surgió un conflicto entre ellos y el resto de la creación (cf.
Gn 3,17-19). El ser humano se ha dejado dominar por el egoísmo, perdiendo el sentido del mandato
de Dios, y en su relación con la creación se ha comportado como explotador, queriendo ejercer
sobre ella un dominio absoluto. Pero el verdadero sentido del mandato original de Dios,
perfectamente claro en el Libro del Génesis, no consistía en una simple concesión de autoridad, sino
más bien en una llamada a la responsabilidad. Por lo demás, la sabiduría de los antiguos reconocía
que la naturaleza no está a nuestra disposición como si fuera un «montón de desechos esparcidos al
azar»[10], mientras que la Revelación bíblica nos ha hecho comprender que la naturaleza es un don
del Creador, el cual ha inscrito en ella su orden intrínseco para que el hombre pueda descubrir en él
las orientaciones necesarias para «cultivarla y guardarla» (cf. Gn 2,15)[11]. Todo lo que existe
pertenece a Dios, que lo ha confiado a los hombres, pero no para que dispongan arbitrariamente de
ello. Por el contrario, cuando el hombre, en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios, lo
suplanta, termina provocando la rebelión de la naturaleza, «más bien tiranizada que gobernada por
él»[12]. Así, pues, el hombre tiene el deber de ejercer un gobierno responsable sobre la creación,
protegiéndola y cultivándola[13].
7. Se ha de constatar por desgracia que numerosas personas, en muchos países y regiones del
planeta, sufren crecientes dificultades a causa de la negligencia o el rechazo por parte de tantos a
ejercer un gobierno responsable respecto al medio ambiente. El Concilio Ecuménico Vaticano II ha
recordado que «Dios ha destinado la tierra y todo cuanto ella contiene para uso de todos los
hombres y pueblos»[14]. Por tanto, la herencia de la creación pertenece a la humanidad entera. En
cambio, el ritmo actual de explotación pone en serio peligro la disponibilidad de algunos recursos
naturales, no sólo para la presente generación, sino sobre todo para las futuras[15]. Así, pues, se
puede comprobar fácilmente que el deterioro ambiental es frecuentemente el resultado de la falta de
proyectos políticos de altas miras o de la búsqueda de intereses económicos miopes, que se
transforman lamentablemente en una seria amenaza para la creación. Para contrarrestar este
fenómeno, teniendo en cuenta que «toda decisión económica tiene consecuencias de carácter
moral»[16], es también necesario que la actividad económica respete más el medio ambiente.
Cuando se utilizan los recursos naturales, hay que preocuparse de su salvaguardia, previendo
también sus costes —en términos ambientales y sociales—, que han de ser considerados como un
capítulo esencial del costo de la misma actividad económica. Compete a la comunidad internacional
y a los gobiernos nacionales dar las indicaciones oportunas para contrarrestar de manera eficaz una
utilización del medio ambiente que lo perjudique. Para proteger el ambiente, para tutelar los
recursos y el clima, es preciso, por un lado, actuar respetando unas normas bien definidas incluso
desde el punto de vista jurídico y económico y, por otro, tener en cuenta la solidaridad debida a
quienes habitan las regiones más pobres de la tierra y a las futuras generaciones.
8. En efecto, parece urgente lograr una leal solidaridad intergeneracional. Los costes que se derivan
de la utilización de los recursos ambientales comunes no pueden dejarse a cargo de las generaciones
futuras: «Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del trabajo de nuestros
contemporáneos, estamos obligados para con todos y no podemos desinteresarnos de los que
vendrán a aumentar todavía más el círculo de la familia humana. La solidaridad universal, que es un
hecho y beneficio para todos, es también un deber. Se trata de una responsabilidad que las
generaciones presentes tienen respecto a las futuras, una responsabilidad que incumbe también a
cada Estado y a la Comunidad internacional»[17]. El uso de los recursos naturales debería hacerse
de modo que las ventajas inmediatas no tengan consecuencias negativas para los seres vivientes,
humanos o no, del presente y del futuro; que la tutela de la propiedad privada no entorpezca el
destino universal de los bienes[18]; que la intervención del hombre no comprometa la fecundidad
de la tierra, para ahora y para el mañana. Además de la leal solidaridad intergeneracional, se ha de
reiterar la urgente necesidad moral de una renovada solidaridad intrageneracional, especialmente
en las relaciones entre países en vías de desarrollo y aquellos altamente industrializados: «la
comunidad internacional tiene el deber imprescindible de encontrar los modos institucionales para
ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables, con la participación también de los
países pobres, y planificar así conjuntamente el futuro»[19]. La crisis ecológica muestra la
urgencia de una solidaridad que se proyecte en el espacio y el tiempo. En efecto, entre las causas de
la crisis ecológica actual, es importante reconocer la responsabilidad histórica de los países
industrializados. No obstante, tampoco los países menos industrializados, particularmente aquellos
emergentes, están eximidos de la propia responsabilidad respecto a la creación, porque el deber de
adoptar gradualmente medidas y políticas ambientales eficaces incumbe a todos. Esto podría
lograrse más fácilmente si no hubiera tantos cálculos interesados en la asistencia y la transferencia
de conocimientos y tecnologías más limpias.
9. Es indudable que uno de los principales problemas que ha de afrontar la comunidad internacional
es el de los recursos energéticos, buscando estrategias compartidas y sostenibles para satisfacer las
necesidades de energía de esta generación y de las futuras. Para ello, es necesario que las sociedades
tecnológicamente avanzadas estén dispuestas a favorecer comportamientos caracterizados por la
sobriedad, disminuyendo el propio consumo de energía y mejorando las condiciones de su uso. Al
mismo tiempo, se ha de promover la búsqueda y las aplicaciones de energías con menor impacto
ambiental, así como la «redistribución planetaria de los recursos energéticos, de manera que
también los países que no los tienen puedan acceder a ellos»[20]. La crisis ecológica, pues, brinda
una oportunidad histórica para elaborar una respuesta colectiva orientada a cambiar el modelo de
desarrollo global siguiendo una dirección más respetuosa con la creación y de un desarrollo humano
integral, inspirado en los valores propios de la caridad en la verdad. Por tanto, desearía que se
adoptara un modelo de desarrollo basado en el papel central del ser humano, en la promoción y
participación en el bien común, en la responsabilidad, en la toma de conciencia de la necesidad de
cambiar el estilo de vida y en la prudencia, virtud que indica lo que se ha de hacer hoy, en previsión
de lo que puede ocurrir mañana[21].
10. Para llevar a la humanidad hacia una gestión del medio ambiente y los recursos del planeta que
sea sostenible en su conjunto, el hombre está llamado a emplear su inteligencia en el campo de la
investigación científica y tecnológica y en la aplicación de los descubrimientos que se derivan de
ella. La «nueva solidaridad» propuesta por Juan Pablo II en el Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz 1990 [22], y la «solidaridad global», que he mencionado en el Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2009 [23], son actitudes esenciales para orientar el compromiso de tutelar la
creación, mediante un sistema de gestión de los recursos de la tierra mejor coordinado en el ámbito
internacional, sobre todo en un momento en el que va apareciendo cada vez de manera más clara la
estrecha interrelación que hay entre la lucha contra el deterioro ambiental y la promoción del
desarrollo humano integral. Se trata de una dinámica imprescindible, en cuanto «el desarrollo
integral del hombre no puede darse sin el desarrollo solidario de la humanidad»[24]. Hoy son
muchas las oportunidades científicas y las potenciales vías innovadoras, gracias a las cuales se
pueden obtener soluciones satisfactorias y armoniosas para la relación entre el hombre y el medio
ambiente. Por ejemplo, es preciso favorecer la investigación orientada a determinar el modo más
eficaz para aprovechar la gran potencialidad de la energía solar. También merece atención la
cuestión, que se ha hecho planetaria, del agua y el sistema hidrogeológico global, cuyo ciclo tiene
una importancia de primer orden para la vida en la tierra, y cuya estabilidad puede verse amenazada
gravemente por los cambios climáticos. Se han de explorar, además, estrategias apropiadas de
desarrollo rural centradas en los pequeños agricultores y sus familias, así como es preciso preparar
políticas idóneas para la gestión de los bosques, para el tratamiento de los desperdicios y para la
valorización de las sinergias que se dan entre los intentos de contrarrestar los cambios climáticos y
la lucha contra la pobreza. Hacen falta políticas nacionales ambiciosas, completadas por un
necesario compromiso internacional que aporte beneficios importantes, sobre todo a medio y largo
plazo. En definitiva, es necesario superar la lógica del mero consumo para promover formas de
producción agrícola e industrial que respeten el orden de la creación y satisfagan las necesidades
primarias de todos. La cuestión ecológica no se ha de afrontar sólo por las perspectivas
escalofriantes que se perfilan en el horizonte a causa del deterioro ambiental; el motivo ha de ser
sobre todo la búsqueda de una auténtica solidaridad de alcance mundial, inspirada en los valores de
la caridad, la justicia y el bien común. Por otro lado, como ya he tenido ocasión de recordar, «la
técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de
desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos
condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y
guardar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza
entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios»[25].
11. Cada vez se ve con mayor claridad que el tema del deterioro ambiental cuestiona los
comportamientos de cada uno de nosotros, los estilos de vida y los modelos de consumo y
producción actualmente dominantes, con frecuencia insostenibles desde el punto de vista social,
ambiental e incluso económico. Ha llegado el momento en que resulta indispensable un cambio de
mentalidad efectivo, que lleve a todos a adoptar nuevos estilos de vida, «a tenor de los cuales, la
búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para
un desarrollo común, sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y
de las inversiones»[26]. Se ha de educar cada vez más para construir la paz a partir de opciones de
gran calado en el ámbito personal, familiar, comunitario y político. Todos somos responsables de la
protección y el cuidado de la creación. Esta responsabilidad no tiene fronteras. Según el principio
de subsidiaridad, es importante que todos se comprometan en el ámbito que les corresponda,
trabajando para superar el predominio de los intereses particulares. Un papel de sensibilización y
formación corresponde particularmente a los diversos sujetos de la sociedad civil y las
Organizaciones no gubernativas, que se mueven con generosidad y determinación en favor de una
responsabilidad ecológica, que debería estar cada vez más enraizada en el respeto de la «ecología
humana». Además, se ha de requerir la responsabilidad de los medios de comunicación social en
este campo, con el fin de proponer modelos positivos en los que inspirarse. Por tanto, ocuparse del
medio ambiente exige una visión amplia y global del mundo; un esfuerzo común y responsable para
pasar de una lógica centrada en el interés nacionalista egoísta a una perspectiva que abarque
siempre las necesidades de todos los pueblos. No se puede permanecer indiferentes ante lo que
ocurre en nuestro entorno, porque la degradación de cualquier parte del planeta afectaría a todos.
Las relaciones entre las personas, los grupos sociales y los Estados, al igual que los lazos entre el
hombre y el medio ambiente, están llamadas a asumir el estilo del respeto y de la «caridad en la
verdad». En este contexto tan amplio, es deseable más que nunca que los esfuerzos de la comunidad
internacional por lograr un desarme progresivo y un mundo sin armas nucleares, que sólo con su
mera existencia amenazan la vida del planeta, así como por un proceso de desarrollo integral de la
humanidad de hoy y del mañana, sean de verdad eficaces y correspondidos adecuadamente.
12. La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y se siente en el deber de ejercerla
también en el ámbito público, para defender la tierra, el agua y el aire, dones de Dios Creador para
todos, y sobre todo para proteger al hombre frente al peligro de la destrucción de sí mismo. En
efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente relacionada con la cultura que modela la
convivencia humana, por lo que «cuando se respeta la “ecología humana” en la sociedad, también
la ecología ambiental se beneficia»[27]. No se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio
ambiente, si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la
naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética personal, familiar y
social[28]. Los deberes respecto al ambiente se derivan de los deberes para con la persona,
considerada en sí misma y en su relación con los demás. Por eso, aliento de buen grado la
educación de una responsabilidad ecológica que, como he dicho en la Encíclica Caritas in veritate,
salvaguarde una auténtica «ecología humana» y, por tanto, afirme con renovada convicción la
inviolabilidad de la vida humana en cada una de sus fases, y en cualquier condición en que se
encuentre, la dignidad de la persona y la insustituible misión de la familia, en la cual se educa en el
amor al prójimo y el respeto por la naturaleza.[29] Es preciso salvaguardar el patrimonio humano
de la sociedad. Este patrimonio de valores tiene su origen y está inscrito en la ley moral natural, que
fundamenta el respeto de la persona humana y de la creación.
13. Tampoco se ha de olvidar el hecho, sumamente elocuente, de que muchos encuentran
tranquilidad y paz, se sienten renovados y fortalecidos, al estar en contacto con la belleza y la
armonía de la naturaleza. Así, pues, hay una cierta forma de reciprocidad: al cuidar la creación,
vemos que Dios, a través de ella, cuida de nosotros. Por otro lado, una correcta concepción de la
relación del hombre con el medio ambiente no lleva a absolutizar la naturaleza ni a considerarla más
importante que la persona misma. El Magisterio de la Iglesia manifiesta reservas ante una
concepción del mundo que nos rodea inspirada en el ecocentrismo y el biocentrismo, porque dicha
concepción elimina la diferencia ontológica y axiológica entre la persona humana y los otros seres
vivientes. De este modo, se anula en la práctica la identidad y el papel superior del hombre,
favoreciendo una visión igualitarista de la «dignidad» de todos los seres vivientes. Se abre así paso
a un nuevo panteísmo con acentos neopaganos, que hace derivar la salvación del hombre
exclusivamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista. La Iglesia invita en
cambio a plantear la cuestión de manera equilibrada, respetando la «gramática» que el Creador ha
inscrito en su obra, confiando al hombre el papel de guardián y administrador responsable de la
creación, papel del que ciertamente no debe abusar, pero del cual tampoco puede abdicar. En efecto,
también la posición contraria de absolutizar la técnica y el poder humano termina por atentar
gravemente, no sólo contra la naturaleza, sino también contra la misma dignidad humana[30].
14. Si quieres promover la paz, protege la creación. La búsqueda de la paz por parte de todos los
hombres de buena voluntad se verá facilitada sin duda por el reconocimiento común de la relación
inseparable que existe entre Dios, los seres humanos y toda la creación. Los cristianos ofrecen su
propia aportación, iluminados por la divina Revelación y siguiendo la Tradición de la Iglesia.
Consideran el cosmos y sus maravillas a la luz de la obra creadora del Padre y de la redención de
Cristo, que, con su muerte y resurrección, ha reconciliado con Dios «todos los seres: los del cielo y
los de la tierra» (Col 1,20). Cristo, crucificado y resucitado, ha entregado a la humanidad su
Espíritu santificador, que guía el camino de la historia, en espera del día en que, con la vuelta
gloriosa del Señor, serán inaugurados «un cielo nuevo y una tierra nueva» (2 P 3,13), en los que
habitarán por siempre la justicia y la paz. Por tanto, proteger el entorno natural para construir un
mundo de paz es un deber de cada persona. He aquí un desafío urgente que se ha de afrontar de
modo unánime con un renovado empeño; he aquí una oportunidad providencial para legar a las
nuevas generaciones la perspectiva de un futuro mejor para todos. Que los responsables de las
naciones sean conscientes de ello, así como los que, en todos los ámbitos, se interesan por el destino
de la humanidad: la salvaguardia de la creación y la consecución de la paz son realidades
íntimamente relacionadas entre sí. Por eso, invito a todos los creyentes a elevar una ferviente
oración a Dios, Creador todopoderoso y Padre de misericordia, para que en el corazón de cada
hombre y de cada mujer resuene, se acoja y se viva el apremiante llamamiento: Si quieres promover
la paz, protege la creación.
Vaticano, 8 de diciembre de 2009
BENEDICTUS PP. XVI

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